Nicolas Regnier, "An Allegory of Wisdom" (1626) |
Había salido a trompicones de la casa, casi trotando, como lo hacen esos deportistas que están en un punto intermedio entre caminar y correr. Su camisa blanca estaba impecable. Su pantalón gris, de finas rayas marrones, no estaba del todo planchado; se corrugaba en la entrepierna, pero eso no se veía tan mal. El problema fueron sus zapatos. Estaban viejos, sin brillo, a pesar de las estrujadas con un paño y un poquito de cerveza. Eso dicen que ayuda. Era martes, 3:00 p.m., y su papá ya estaba vuelto na. En el refrigerador quedaban seis cervezas; él abrió una, se toma la mitad de un jalón y humedeció una media vieja y procedió a limpiar los zapatos. Pensó que si su papá se fijaba él iba a aceptar los carajazos. Después, todo pasa más rápido. Pero había que esperar. Yo, que le seguía, casi no pude agarrarle el paso. Esquivó con destreza unos charcos y algunos coprolitos fosilizándose desde hacía rato. Al llegar a las cercanías del hospital Madre Salvación, a unas quince cuadras de la casa, ya me sentía cansado. ¡Al fin pude alcanzarlo! De la nada, la suela del zapato izquierdo se abrió como una arepa. Ricardo trastabilló, pero se detuvo frente al bululú que aguardaba en el codo de Emergencias. Una chica indiscreta le pinchó el brazo a la mamá que hablaba por teléfono para que viera el espectáculo. Sí, Ricardo andaba renqueando por la acera, saltaba como un canguro cojo, viendo si había un banco desocupado. Nadie se levantó. Había dos hombres leyendo el periódico, conversando y balanceando una morisqueta en la cara, sacándole un chiste a una de las innumerables desgracias nacionales de turno, además de la niña flaquísima al lado de la mamá que no despegaba la cara del celular, y dos señoras y un señor que podían sumar toda la historia republicana entre los tres. A decir verdad, mis zapatos no estaban mejores: grises, chatos, con una estrella al costado que se caía, aunque las trenzas estaban limpias. Le dije para cambiarnos de calzado, pero no quiso. Compró un chicle en la bodega de Justo, lo mascó y se lo pegó a la suela. La niña flaquísima retorció su boca. “¡Qué asco!”, dijo sin dejar de ver. A Ricardo no le importaba la estética. Subió el zapato, le dio una mirada desde arriba, lo zapateó como si matara una cucaracha o bailara joropo, dio unos pasos y, como fue un éxito el experimento, siguió su caminata. Esta vez ralentizó el tempo. Tenía un tumba’o que no era el suyo. No sé si mejor o peor. “¡Qué cagada!”, soltó cuando estaba hombro a hombro con él, o más bien hombro con cara.
Francisco Camps Sinza (1988). El centinela, Sello Cultural.